domingo, 15 de julio de 2007

Nota a Liliana Bodoc


Liliana Bodoc: cosecha tardía
Fue ama de casa y docente hasta 2002, cuando la publicación de La saga de los confines la transformó en una de las escritoras argentinas más exitosas y creadora de la épica fantástica latinoamericana. La comparan con la autora de Harry Potter, J.K. Rowling. Ahora publica Memorias impuras, su primera novela para adultos

Las manos de la mujer resbalan sobre el teclado del teléfono. Las manos largas lindas fuertes, el pelo largo lindo desesperado. Ha abierto su casilla de mails después de veinte días sin hacerlo y ha encontrado cuatro, cinco, siete mensajes. Todos los mensajes son del mismo hombre, todos los mensajes dicen lo mismo: que se comunique urgente. Por eso, ahora, las manos de la mujer resbalan sobre el teclado del teléfono y no logran dar con los números correctos mientras repasa, angustiada, la mejor forma de explicarlo todo –estaba de vacaciones, no tiene hábito de mirar los mails, las personas como ella (ama de casa, profesora, madre de dos) no reciben mails y, si los reciben, nunca son urgentes– cuando el hombre al otro lado de la línea dice: "Hola".

Y así es como la vida de la mujer empieza a cambiar.

La hija del circo
Pero, para ser justos, las cosas empezaron mucho antes: allá en Mendoza, con una madre muerta y un padre héroe, Antonio y comunista, que la crió junto a cuatro hermanos de la mejor forma: como pudo. Liliana Bodoc nació en 1958 en Santa Fe, hermana de dos varones y una mujer, pero sus recuerdos empiezan en Mendoza. Uno de los primeros, no el más querido, es el incendio intencional por parte de madre de la biblioteca de papá.
–Mi viejo tenía una enorme biblioteca y era miembro del Partido Comunista. No me acuerdo del año ni de qué golpe de Estado fue, pero él se tuvo que escapar y mi mamá, que era una chica de clase media alta, se asustó y quemó toda la biblioteca. Me parece que ese fuego se llevó algo con él. Pero poco tiempo después mi mamá falleció. Yo tenía 7 años.
Dos años atrás, Liliana Bodoc se mudó, por exigencias del trabajo de su marido, a Buenos Aires. Vive en una casa prolija del barrio de Floresta que se parece poco a la de su infancia, donde cuatro niños solos y un padre ingeniero químico que quería ser actor hacían lo que podían para mantener el caos a raya. En aquella casa había libros de poesía y de teatro, ropa tirada y Liliana Chiavetta, que era chiquita y pésima alumna. Iba al Liceo Nacional de Señoritas y pasaba los ratos libres rebotando por la plaza, los bares, la calle.
–Yo me sentía muy heavy. Compraba lienzo, lo teñía con anilina negra y me hacía túnicas. Le había robado el huesito del coxis al esqueleto de la escuela y lo llevaba colgado del cuello. Me sentaba en los bares a tomar cerveza. En mi casa nunca decía adónde iba; volvía tarde. Tenía relaciones con chicos que conocía ocasionalmente.
Así, oscura adolescente, jugó a las muñecas hasta los 14 y un año más tarde, cuando papá Antonio anunció que se casaba con una niña de diecisiete, fue el fin del mundo.
–Yo tenía 15 y de pronto llegaba otra mocosa y se quedaba con mi papá. Fue traumático.
Entonces pasó un circo por Mendoza, y ella se fue con él. Nada sabía de trapecios ni de tigres, de modo que trabajó como acomodadora y vendiendo muñequitos. A cambio, el mundo fue suyo. Llegó hasta Chascomús.
–En Chascomús ya estaba agotada, quería que me encontraran. Llamé a una amiga y le conté dónde estaba, sabiendo que lo iba a llamar a mi viejo. Y así fue. Llegó mi papá, me llevó de los pelos, y yo sentí un alivio espantoso.
Así estaban las cosas cuando su padre, sin querer, la puso en la senda del hombre que sería su marido.
–Mi viejo había organizado un grupo de teatro en Mendoza. Me cargaba, porque sabía que me gustaban mucho los hombres y un día me dijo: "Hay un rubio en la cocina que te va a gustar". Yo me reí, pero fui a ver quién era.
El rubio de la cocina era barbado y calzaba zuecos azules. Huérfano de padre, hermano de tres hermanos, hijo de una rumana que había quedado sola con cuatro críos y trabajaba en cocinas de restaurantes. Se llamaba Jorge. Era el mes de junio y se casaron en agosto. Ella tenía 19 y había abandonado el colegio secundario antes de pasar a quinto.
–Jorge se ganaba la vida trabajando en una imprenta, y no había podido seguir estudiando porque tenía que trabajar. Creo que necesitábamos apoyo, hermandad, consuelo. Mi viejo y su vieja se habían casado de nuevo y nosotros estábamos muy solos. El empezó a estudiar profesorado de física y matemáticas. Y yo me quedé embarazada de mi hijo Galileo.
Cuatro años después nació Romina, y la vida se organizó sobre las bases más tradicionales que organizar se podía: ama de casa y madre, padre proveedor. Cuando Jorge se recibió y consiguió trabajo en una empresa de informática, ella empezó a estudiar la licenciatura en Literaturas Modernas en la Universidad Nacional de Cuyo. Devino docente con un sueldo modesto, que apenas aportaba a la economía familiar. La obsesión empezó cuando tuvo lo primero que pudo llamar suyo: la casita alquilada, su primer rincón.
–Cuando nos casamos nos fuimos a vivir a un hotel y yo ni siquiera tendía la cama. Pero cuando tuve mi primera casita alquilada y los chicos tenían cinco años, me empezó la locura. Limpiaba, ordenaba, obligaba a todo el mundo a mantener el orden. Era una suerte de compulsión. Me pasaba los días ordenando objetos, limpiando. Una cosa obsesiva que me dañó mucho, y probablemente a mis hijos también. Lo pasé mal. Me hacía listas de obligaciones, y como obviamente había imprevistos, todos los días sentía que estaba todo perdido. Una de las cosas que me hicieron reaccionar fue que la ropa se hacía vieja sin que yo la usara. Como las cosas nunca estaban perfectas para que estrenara el vestido tal, el vestido se hacía viejo en el placard. Un día me dije: "Esto te va a pasar con la vida, un días vas a querer hacer algo y no vas a poder, como te pasó con el vestido". Mis hijos lo estaban pasando mal: eran adolescentes y querían llevar amigos, y su mamá era una loca que se podía rayar porque los amigos ponían los pies en el sofá. Entonces dije "basta, hay que buscar una solución porque lo que más amás, lo estás dañando". Me ayudaron tres cosas: mi marido y los chicos, la literatura y la religión.
El carné es de agosto 27 de 1994 y está dentro del Corán, en la biblioteca del comedor. Dice que la Sociedad Árabe Islámica de Mendoza certifica que Liliana Chiavetta, cuyo nombre de conversión es Sumaia, se obliga a aceptar los preceptos que rigen la religión islámica "encuadrados en el marco del mensaje Divino, emanados del Sagrado Corán y la Sunna".
–Del discurso ateo y marxista de mi papá pasé a hacerme musulmana. Lamentablemente, no tengo la seriedad de cumplir con el ritual diario de las cinco oraciones, del ayuno, pero si vos me decís cuál es tu religión más cercana, yo te digo que el Islam. Me convertí, y eso me ayudó. El Islam, o cualquier otra religión, te liga a la idea de trascendencia y te hace desestimar lo prosaico, lo material, el vestidito, la casita, el autito. Uno se siente parte de la humanidad de una manera más fuerte, más contundente, y empieza a entender que las cosas materiales no son más que herramientas para vivir y que jamás pueden ser el fin ni el objetivo. El Islam me dio también esta pausa obligatoria del rezo cinco veces al día. Si yo estaba limpiando como una loca, tenía que dejar de limpiar porque hay una hora para rezar, y hay que lavarse de determinada manera, hay que poner una alfombra, enfocarse mirando a La Meca: el rezo es largo. Y eso te aplaca, te dice "pará, pará, ¿adónde vas?". Hay que lavarse tres veces las manos, tres veces los pies, tres veces los oídos. Eso es ritual. Yo iba a la mezquita todos los viernes, al rezo comunitario. Es muy emocionante. El olor de la mezquita, el té que hacían después. Todavía hoy, cuando siento ese olor, me viene una calma, una placidez.
Y así, de la nada, un día de 1997 empezó a escribir.
–Cuando sentí que quería terminar rápido de limpiar para ir a escribir, dije: "Ah, bueno. Es por acá".
Pero desde su nacimiento, y hasta que empezó a escribir, Liliana Bodoc no recuerda un solo día en el que haya querido ser escritora. Lo que quería Liliana Bodoc, con toda la fuerza de su corazón, era –profunda, desesperadamente– dejar de limpiar.

En el principio fue la saga

–Pensé en escribir una épica fantástica, pero con un imaginario americano, y esa idea me enamoró inmediatamente. Sabía que para hacerlo tenía que leer cosas de la cultura mapuche, azteca, maya, y lo veía casi como un juego, una cosa demiúrgica que me pareció preciosa. Y sin saber si iba a poder, si me iban a dar las fuerzas o no, lo pensé como una trilogía.
Puso manos a la obra y dos años más tarde, en 1999, terminó Los días del venado: el primer volumen de la trilogía que había imaginado. Los protagonistas, los husihuilkes, deben luchar contra la invasión de Misáianes, el hijo de la Muerte que viene de las Tierras Antiguas a conquistar las Tierras Fértiles. Con ecos de la conquista de América por los españoles, la novela gira en torno a los personajes Dulkancellin, el guerrero husihuilke viudo y padre de Kuy-Kuyen, enamorada a su vez de Cucub, un artista popular que no tiene amor por la batalla, y la vieja Kush. Cuando puso el punto final a ese mundo que había inventado sin experiencia previa, no supo cómo seguir.
–Quería buscarle algún destino editorial, pero no tenía ni idea de cómo empezar. Estaba en Mendoza, y me puse a buscar en la guía los teléfonos de las editoriales de Buenos Aires. Encontré las más conocidas. Alfaguara, Grijalbo, Planeta, Sudamericana. Imprimí varios ejemplares del libro, los anillé, me vine a Buenos Aires y empecé a visitarlas por orden alfabético. En todas lo recibieron y en todas me derivaron a sus concursos, salvo en Grijalbo, donde me dijeron que llamara tal día. Llamé tal día y me dijeron que no les interesaba. Pero no me desanimé, porque para mí era un pequeño proyecto. Mi vida no estaba centrada en eso. Tiempo después, nos fuimos de vacaciones a Brasil con toda la familia. Teníamos que pasar por Buenos Aires, y ahí traje un par de ejemplares más. Llevé uno a la editorial Norma. Dejé mi teléfono, mi mail, y me fui veinte días. En ese lapso, Antonio Santa Ana, el director de la colección juvenil de Norma, leyó el manuscrito, le interesó, y me mandó un mail. Y yo, que estaba en Brasil, ni me enteré. Me llamó por teléfono. Y se encontró con que nadie le respondía. Además, yo nunca miraba los mails. Si a mí no me escribía nadie. Cuando volvimos a la Argentina, pasamos por Buenos Aires antes de volver a Mendoza; entré al mail de casualidad y me encontré seis o siete mensajes de Santa Ana diciendo que me comunicara con él. Ay, Dios, no me daban las manos para discar. Pensé: "Dios mío, debe estar enojado, debe pensar que soy una maleducada". Quería llamar para explicarle que había estado afuera, y al fin me atendió; le expliqué atolondrada y me dijo que fuera para la editorial. Todavía me acuerdo de ese viaje en subte con el corazón latiendo enloquecido. Cuando llegué, me dijo que había leído el libro, que no era fácil, pero que, si a mí me parecía bien, él quería intentar. Yo, en ese momento, tenía el cielo en la cabeza. No tenía ni que estirar los brazos para llegar.

Curar la tristeza

El cielo, de a poco, fue quedando más y más al nivel de sus orejas: las cosas salieron bien desde el principio, y hoy Los días del venado va por su decimosexta edición y lleva vendidos 70 mil ejemplares, y La saga de los confines –que incluye Los días del venado, Los días de la sombra (2002) y Los días del fuego (2004) – ya vendió más de 120.000 ejemplares en total. La crítica especializada la bendijo, y hasta Ursula K. Le Guin le escribió un mensaje que decía: "Vuelvo a casa luego de dos viajes. Pero el suyo me llevó más lejos".
–Si hubiera sido una novela realista más, no sé si hubiera tenido tanta repercusión, pero creo que el hecho de ser una épica fantástica americana le abrió camino.
Los días del venado obtuvo el Premio Feria del Libro de Buenos Aires a la mejor obra juvenil del año 2000, figuró en la Lista de Honor del Premio Andersen el mismo año y se alzó con una Mención Especial The White Ravens en 2002. Bodoc escribió otros libros para chicos –Diciembre súper álbum, Sucedió en colores–, la trilogía empezó a traducirse al alemán, al francés y al italiano, ella se mudó a Buenos Aires, y cuando parecía que la saga estaba en su apogeo decidió interrumpirla –o terminarla– y escribir Memorias impuras, una novela que comienza con la muerte de un rey demagogo que se ha ganado el favor del pueblo. La muerte del anciano desequilibra el frágil ecosistema del reino. Su esposa, Junia, despechada por el festival de amor, lujuria y prole que el rey ha producido en vida con una amante llamada Bérnaba, manda encerrar a ésta en un gallinero junto a sus dos retoños, que son, también, hijos del rey muerto. De ese gallinero repleto de aves enfermas que ponen huevos de sangre, se llevan los esbirros de Junia a los dos críos, que tienen final siniestro. Bérnaba es sometida al uso indiscriminado de los todos los hombres de la aldea (o casi) hasta que es rescatada por miembros de una logia que lucha contra el poder instaurado y, embarazada una vez más, la lucha por el fruto de su vientre hará que entren en juego personajes como el ambiguo héroe Zopahua o la criada Cusi, en una historia que habla, en definitiva, de la lucha por la libertad. La novela fue publicada por Planeta y Liliana Bodoc, que ya no limpia como limpiaba, apenas si puede creer todo lo que pasó en estos escasos seis años.
–Hace poco, en la presentación de Memorias impuras ante los libreros, Paula Pérez Alonso, la editora, dijo algo así como: "Bueno, Planeta tiene hoy el honor o la alegría de editar a Liliana Bodoc…" y yo la miré y pensé: "¡Está hablando de mí!", y se me vinieron todos estos años encima. Si yo estaba ayer en mi casa, ordenando todo como una posesa... Me dije "caramba, soy escritora, puedo vivir de esto". No es poca cosa para un ser humano que nunca ha podido mantenerse. Siento que ya recibí demasiado. Me daría hasta miedo pedir más. Me parecería hasta pecaminoso. La ambición de ser la mejor, la única, no la siento, y le pido a Dios no sentirla nunca. Porque debe de ser otra enfermedad, una angustia que no termina jamás. Es inmolar la vida, la alegría, el agradecimiento. Y a mí la literatura me ha curado de muchas tristezas y hasta de un ataque al hígado.
– ¿Literalmente?
–Sí. Recitando la Oda al hígado, de Neruda. Iba por la casa recitando: "De ti, monarca oscuro, repartidor de mieles y venenos, de ti espero justicia. Amo la vida: ¡Cúmpleme! ¡Trabaja! No detengas mi canto".
Y cuando dice "cúmpleme" se huelen a la vez la orden y el ruego. Y cuando dice "trabaja" se sospecha la poderosa sumisión de quien cree que las palabras pueden curarlo todo. Como todo lo cura la noria del rito. Como todo lo cura la magia de la repetición.
–"De ti, monarca oscuro…" –dice la voz seca, templada–. Y lo de monarca hay que decirlo fuerte. Para que el hígado escuche.
Para que el hígado, dice, se sienta halagado.


Por Leila Guerriero
Para la Nación Revista
08/07/2007

http://www.lanacion.com.ar/edicionimpresa/suplementos/revista/Nota.asp?nota_id=922901