lunes, 4 de febrero de 2008

Comprando libros

El eterno ritual de ir en busca de “aquel” libro


Diseminadas por las calles céntricas y determinados barrios, parecen vivir al margen del mercado editorial. Libros agotados o descatalogados, ofertas, ediciones antiguas y curiosidades esperan cotidianamente a esa raza de románticos perseverantes: los lectores. ¿Y los libreros? “Somos una especie de ropavejeros aparentemente cultos”, arriesga el dueño de Glyptodón.

Por Silvina Friera

Los dedos hurgan en la fila de libros, los aprietan, se ensucian con el polvo y siguen, mugrientos, rastreando como detectives dispuestos a cumplir una misión imposible. Hasta que de pronto se detienen ante un título o un autor y se convierten en tenazas que atrapan a la presa y la rescatan del montón de rostros deteriorados, ajados, amarillentos, descuajeringados, que parecen pedir en voz baja “llevame”, “no te olvides de mí”, aunque exhiban con orgullo esas marcas de seducción que dejan el paso del tiempo en sus caras. No siempre los dedos encuentran el tesoro que persiguen, pero reinciden en ese ritual tan carnal de rozar lomos, portadas, páginas. La escena de los dedos se repite en la mayoría de las librerías de viejo, usados y de saldo, en San Telmo, la Avenida de Mayo, Corrientes, en calles cercanas, como Ayacucho, o en barrios más alejados del centro, como Colegiales. Sólo cambian los actores y el escenario. Pero la avidez del hallazgo es el motor que mueve los dedos y los pies inquietos, que lleva a transitar un elástico de acá para allá y cruzar la ciudad, todo sea por el secreto placer de encontrar aunque más no sea un libro o, de vez en cuando, unos cuantos más, como revela Damián Tabarovsky en la breve encuesta que Página/12 realizó entre escritores, músicos, dramaturgos, humoristas, libreros y actores.
A la pareja de japoneses se le escapan los ojos de la cara mientras recorre la librería de Avila (Alsina 500), declarada de interés cultural y patrimonio histórico de la ciudad en 2000. Caminan en silencio, sonríen relajados, como si estuvieran disfrutando del desayuno de las 9.30 de la mañana, aspirando esa exquisita combinación entre el olor a la madera y el papel viejo. La historia se huele paso a paso, tanto en la planta baja como en el salón principal del subsuelo. En esa esquina, Adolfo Alsina y Bolívar, cuando se llamaban San Carlos y Trinidad, allá lejos y hace tiempo, en 1785, hubo un establecimiento, La Botica, en donde además de comestibles, licores y ropas, se vendían libros. “El cliente habitual puede ser un historiador o buenos lectores de novelas; en general es un público al que le gustan la buena literatura y los ensayos”, dice Roberto Micheloni, encargado de la librería. Hace 35 años que se dedica al oficio, empezó a trabajar junto a Miguel de Avila, el dueño de esta histórica librería, en la recordada Fray Mocho, que supo ser un ámbito de culto para los teatristas. “Nuestro fuerte es la historia argentina, el indigenismo, la gauchesca y los temas sobre Buenos Aires”, define Micheloni.
“El turista viene porque figuramos en guías y quieren conocer la librería por su atractivo y encanto, digamos que tiene una personalidad, por decirlo de alguna manera. Primero vienen a conocerla y, después, lo que más les interesa son las ediciones antiguas que no se consiguen en el resto de Latinoamérica o en España –explica el encargado–. Borges y Cortázar son los autores que más buscan los extranjeros, pero a veces me piden que les sugiera libros y yo recomiendo títulos de Juan José Saer, de Andrés Rivera, que son los escritores que a mí me gustan”. Revolviendo en estantes y mesas, se puede encontrar el Teatro completo, de Abelardo Castillo, a 8 pesos; la primera edición de Los jesuitas en Tucumán, de Paul Groussac, a 35 pesos; las Obras completas, de Ricardo Güiraldes, a 65 pesos; y para fetichistas de largo aliento, Las montañas de oro, de Leopoldo Lugones, con juicio de Rubén Darío, a 450 pesos.
Rumbeando para San Telmo, en la esquina de Estados Unidos y Chacabuco, está la librería Club Burton, de Patricia Malanca y Salvador Marcelo Gargiulo, ambos disfrutando de merecidas vacaciones en la costa atlántica. Ramón Navarro, ahora a cargo del local, lanza un par de frases que podrían indigestar a aquellos lectores que persiguen el fast food de las novedades del gurú espiritual de turno. “Acá no vendemos cosas livianas como libros de autoayuda, nada de Bucay, nada de Osho, nada de todo eso”, señala, sacudiendo la cabeza. “Los libros que tenemos ahuyentan a los que buscan pasar el rato”, aclara, por si no se entendió. Y los hechos, los libros que se despliegan en la vidriera o los que están en los estantes, ratifican la brevedad con la que sintetiza el encargado el espíritu Burton. Ahí están, mezcladitas y revueltas, algunas joyitas como Cuentos soviéticos (varios autores, Ilya Ehrenburg, Mijail Sholojov, Wanda Wasilewska), a 5 pesos; Resurrección, de Tolstoi, a 10 pesos; Orfeo de la concepción, de Vinicius de Moraes, a 20 pesos; El adiós, de Enrique Molina, a 40 pesos y del mismo autor Una sombra donde sueña Camila O’Gorman, a 15 pesos; la primera edición de Personas en la sala, de Norah Lange, a 40 pesos, y para coleccionistas y bibliófilos, Don Quijote, de Cervantes, ilustrado por Salvador Dalí, a 400 pesos.
La Avenida de Mayo conserva un dejo de ese aire aristocrático que quiso darle Torcuato de Alvear, emulando los grandes boulevares parisienses en épocas de Napoleón III. La vista se empalaga un poco con tantos edificios históricos, cúpulas, cafecitos. Las librerías consiguen poner entre paréntesis el ruido de la calle, suspenden el tiempo o fundan otro, y aíslan al rastreador de libros de las interferencias del mundo exterior en esos recintos y cuevas, repletas de punta a punta de libros. Josefa Rosa Cases, encargada de la Librería de las Luces (Avenida de Mayo al 900), es de esas mujeres que cuando hablan parece que gruñen. ¡Ay, Josefa, qué personaje malhumorado pero inolvidable! No le gusta que digan que es una librería de viejos. “Viejos son los trapos, nunca los libros”, aclara, erguida detrás del mostrador y acreditando sus pergaminos, nada menos que 60 años trabajando como librera.
“Nuestro atractivo son las mesas de ofertas y saldos, pero tenemos todo tipo de lectores”, informa, pero se queja porque “enero es un mes flojo, todos están de vacaciones, menos los piqueteros”. Quien recorra esa librería no debería dejar pasar la oportunidad; algunos dedos, ya entrenados en el sutil arte de la pesquisa, escogen los notables cuentos de La luz de un nuevo día, de Hebe Uhart, a cinco pesos; Un puntano en un burdel, Ezequiel Martínez Estrada o el sueño de una argentina moral, de Pedro Orgambide, a 12 pesos; La caja negra, de Amós Oz, a 10 pesos; Historia funambulesca del profesor Landormy, de Arturo Cancela, dos tomos, a 10 pesos; Ciudades, de Noemí Ulla, a 5 pesos; La negra Vélez y su Angel, de María Angélica Bosco, a 6 pesos; La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique, a 12 pesos; y La literatura autobiográfica argentina, de Adolfo Prieto, a 5 pesos.
El destino manifiesto del buscador de tesoros es El Túnel (Avenida de Mayo al 700). Carlos Noli, el dueño, cuenta que hace 17 años que están en ese local, pero la librería ya cumplió 30 años (antes estaban en la misma avenida, pero al 600). “Nosotros no somos propietarios y estamos muy preocupados por los aumentos de los alquileres”, confirma Noli, haciéndose eco de la inquietud que ha generado entre los libreros el cierre de Capítulo Dos, en Alto Palermo. “Esta librería fue declarada patrimonio cultural de la ciudad, pero los alquileres siguen subiendo. Yo tengo un contrato abierto, y como estoy hace mucho tiempo, tengo confianza con el propietario. Pero la verdad es que estamos buscando opciones para que nos puedan financiar un crédito, porque El Túnel es acá, en este lugar, en la Avenida de Mayo, entonces lo que pretendemos es quedarnos. Nuestra intención es comprar el local, el propietario estaría dispuesto a venderlo, pero nos pide 200 mil dólares.” “El bicho de librería –se explaya el dueño de El Túnel– existe en todos lados, en algunos se nota más que en otros; es el bibliófilo que tiene la manía de buscar libros. Pero mi público es más amplio.” Hay libros antiguos, de colección, primeras ediciones de autores argentinos y latinoamericanos, como Para las seis cuerdas, milongas de Borges ilustradas por Basaldúa, a 1800 pesos o Los premios, de Julio Cortázar, a 350 pesos. Noli recuerda que la mejor biblioteca que compró fue en 1998 a un matrimonio de arquitectos que se fueron a vivir a Barcelona. “Me llevé más de 4000 libros de fotografía y arquitectura que eran impresionantes”, añade.
Sobre la calle Corrientes al 1600, una escala obligada es Edipo, de Carlos Soutullo, inaugurada en 1978. En las mesas de ofertas hay de todo un poco: Narrativa breve completa, de Sara Gallardo, a 15 pesos; El origen de la luz, de Arnaldo Calveyra, a 4 pesos; El pase del testigo, de Edgardo Cozarinsky, a 3 pesos; Blonde, de Joyce Carol Oates, a 6 pesos, y para paladares acostumbrados a la rareza no podía faltar el Tesoro del parnaso español, poesías selectas castellanas recogidas y ordenadas por Manuel José Quintana, a 150 pesos. “Es una tienda rarísima”, dice el turista sorprendido y medio perdido, que se topa de carambola con la librería Glyptodón, en Ayacucho al 700. Pide subir al altillo de esa casa y pronto se acomoda en un rincón, se sienta y comienza a husmear El bulevard de las ilusiones, del escritor francés Guy des Cars. Se llama André Dedeco, nació en Bolivia hace 22 años, y está viviendo en la Argentina desde el año pasado. “Es la primera vez que encuentro un lugar como éste, dan ganas de venir a leer acá todos los días”, confiesa Dedeco. El dueño de esa “tienda rarísima”, que tiene más de 20.000 libros, es Alejandro López Medus. Glyptodón, un homenaje a Florentino Ameghino que tuvo una librería homónima en Once (en Rivadavia 2239), cumplió 30 años. Abrió sus puertas por primera vez en la galería Las Victorias, en Marcelo T. de Alvear 1260, un local que tenía un sótano enorme. “Afortunadamente el local es mío, pero es espantoso lo que está pasando con la suba de los alquileres. Para enriquecer más la profesión del librero tendríamos que estar más vinculados con las bibliotecas públicas, pero también deberíamos tener la posibilidad de recibir un subsidio que nos ayudara a pagar los gastos fijos”, propone López Medus. “Duré 45 días como maestro rural suplente en medio del Estero del Iberá, y después me dediqué al libro, primero como víctima de libreros, ahora como victimario –ironiza–. Los libreros somos una especie de ropavejeros aparentemente cultos.”
Franco Damiano, de 27 años, es sociólogo y becario del Conicet. Siempre que puede se hace una escapadita a El Banquete (sobre Cabildo y Aguilar o la sucursal de la calle La Pampa) para buscar libros de teoría social, sociología, antropología e historia. Y puede quedarse horas revisando las estanterías y mesas. “Acá te llevás dos sorpresas: el tipo de libro que podés encontrar, y el precio”, revela como si estuviera dando cátedra. Entre esas sorpresas, menciona el hallazgo de Mi testimonio, de Alejandro Lanusse, que cree que lo pagó 6 pesos. “Otro que encontré fue La toma de conciencia, de Jean Piaget, que hoy está a más de 100 pesos, usado, en excelente estado, a 8 pesos. Gran parte de mi biblioteca la armé con los libros que compro acá y sobre la calle Corrientes. Cuando vivía en Caballito, iba a Los Cachorros, sobre Díaz Vélez”.
Un joven estudiante de letras que murió, Hernán Calabretta, fue el fundador de El Banquete. “Hernán había empezado a trabajar en una librería hasta que decidió abrir un local en La Pampa y después puso éste, conmigo”, señala su padre, Pablo. “Eligió llamarla El Banquete porque él decía que era una mezcla entre Platón y Marechal”, recuerda. Aunque alquilan el local de la calle Cabildo desde hace diez años, Calabretta padre precisa que el propietario “es un hombre bastante comprensivo”, pero se suma a las voces que alertan sobre el peligro que implica el incremento desmesurado de los alquileres. “Para nosotros es terrible. El libro está exento del pago del IVA, pero pagamos el alquiler más el IVA. Y ese IVA no lo recuperamos, lo que me parece que es una barbaridad. Nosotros vendemos los libros al cincuenta por ciento del valor del nuevo, como máximo, y eso lo conservamos a rajatabla por más que el libro esté impecable.” Así es. Por ejemplo, La interpretación del asesinato, de Jed Rubenfeld, un libro que nuevo cuesta 49,50, en El banquete se consigue a 25 pesos.
Entre las ofertas se pueden aprovechar Renacimiento negro, de Langston Hughes, a 5 pesos, Cambio de domicilio, de Oscar Peyrou, a 4 pesos, y El ladrón de caballos y otros cuentos, de Erskine Caldwell, a 6 pesos. Otra devota clienta de El Banquete, que por razones más que obvias prefiere preservar su nombre, cuenta que una vez casi se desmaya de la emoción cuando encontró Tierra trágica, de Caldwell, pero para su desánimo apenas le quedaban un par de monedas para tomarse el subte. “Me dio tanta rabia, había tanta gente revolviendo que pensé que alguien podía llevárselo. Ni siquiera tenía para dejar una reserva y que me lo guardaran. Saqué a Caldwell del estante en donde estaba y lo mezclé en esa pequeña batea que tiene libros de autoayuda. ¿Quién iba a comprar un libro que se llama Tierra trágica para aliviar los dolores del alma?”, se pregunta y se ríe por la picardía cometida. “A la semana regresé, y estaba ahí, cerca de Chopra, y me lo llevé.” Quizá los aficionados a las librerías de viejo sean los últimos románticos del siglo XIX, o los primeros aventureros que les demuestren a los apocalípticos que el libro, por más viejo que sea, nunca morirá.
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